Fue en 1989. Yo, la muchacha del cuervo, tenía 19 años. Y un avanzado estado de gestación.
Trabajaba durante el día. Consejo del Menor y la Familia. Era difícil subir los dos pisos por escalera hasta la oficina, y abrir los pesados cajones de los antiguos ficheros.Era difícil cargar las pilas de legajos , o incluso subir hasta el quinto piso cuando me enviaban a buscar algún papel.
Era difícil.
Cuando llegaba a mi casa, después de un largo viaje en colectivo, ponía en un muy viejo tocadiscos a Tchaikovski. Y se me caían lágrimas, lágrimas buenas, de esas que curan.
Porque me había visitado el cuervo. Y su pico es hiriente y certero y frío como un bisturí.
Un cuervo sabe dónde herir con precisión, y puede hacerlo sólo con su codiciosa mirada.
Cuando te mira un cuervo, tu brillo se cubre de niebla, envolvente como el mirar del cuervo.
El Cuervo me dijo: Tu hija va estar mejor con un rico matrimonio que pueda darle todo.
Los Cuervos no entienden de Poesía. No entienden el Amor. No entienden la Vida. Todo para ellos debe ser dinero.
El Cuervo me mira con su impermeable gris.
Yo tengo las Cartas de Blaise Pascal en mi mochila de estudiante. Y mis ocho meses de gestación.
Me di media vuelta y estiré el brazo. Un colectivo 114, el Dragón justiciero de esta historia, frenó a mi lado. Subí, me senté y abrí el libro de Pascal.
Contacto: planchet59@yahoo.com.ar Cuéntenme de ustedes....
martes, 17 de abril de 2018
martes, 10 de abril de 2018
Sueño en el palacio
Sueño en el palacio
Sueño el perfume de La Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de La Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua
Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta
Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, vos mi dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En la danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevara
A yacer entre flores y hiedra
No era sueño:
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Cruzamos
puertas de plata
Nos abrazamos en lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar
El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra
viernes, 23 de marzo de 2018
Claudia De Bella, la escritora, la traductora, la mujer y la amiga
Querida Claudia, te fuiste esta madrugada.
Te recuerdo, siempre tan valiente (su sello era una valentía visible pero muy, muy discreta), en las oficinas de una editorial que no vale la pena recordar. Con esa valentía visible y discreta, hiciste frente a esos editores perfectamente míseros en sus almas. Claudia, un alma fuerte.
Escribías, y hacías de la traducción otro estilo de tu escritura. Eras entre tantos talentos, profesora de inglés y hasta te animabas a la artesanía. Acá junto a mi escritorio tengo un porta lápices que me regalaste, hecho con tus manos y tu ingenio, con piezas de deshecho de computación. Hace ya varios años, y lo tengo aquí, a mi lado.
Luchadora, y con tu valor discreto, me hablabas desde el hospital cuando te hicieron tu trasplante de riñón, que esperaste tanto tiempo. La larga lucha de Claudia por su salud es una novela que seguramente contiene sentimientos complejos que, por su brevisima seriedad al hablar del tema, yo no conozco y no puedo escribir.
Ella me hizo el honor de traducir al inglés un cuento de mi autoria, La amada inmóvil.
Pero más bien me hizo con el honor de su amistad, de su respeto y consideración por mi persona. Me hizo un bien, repito, porque ella era especial, muy especial, y te evaluaba con calma antes de decidir si ibas a entrar en su vida.
Te extraño, Claudia.
Te recuerdo, siempre tan valiente (su sello era una valentía visible pero muy, muy discreta), en las oficinas de una editorial que no vale la pena recordar. Con esa valentía visible y discreta, hiciste frente a esos editores perfectamente míseros en sus almas. Claudia, un alma fuerte.
Escribías, y hacías de la traducción otro estilo de tu escritura. Eras entre tantos talentos, profesora de inglés y hasta te animabas a la artesanía. Acá junto a mi escritorio tengo un porta lápices que me regalaste, hecho con tus manos y tu ingenio, con piezas de deshecho de computación. Hace ya varios años, y lo tengo aquí, a mi lado.
Luchadora, y con tu valor discreto, me hablabas desde el hospital cuando te hicieron tu trasplante de riñón, que esperaste tanto tiempo. La larga lucha de Claudia por su salud es una novela que seguramente contiene sentimientos complejos que, por su brevisima seriedad al hablar del tema, yo no conozco y no puedo escribir.
Ella me hizo el honor de traducir al inglés un cuento de mi autoria, La amada inmóvil.
Pero más bien me hizo con el honor de su amistad, de su respeto y consideración por mi persona. Me hizo un bien, repito, porque ella era especial, muy especial, y te evaluaba con calma antes de decidir si ibas a entrar en su vida.
Te extraño, Claudia.
viernes, 2 de marzo de 2018
SUEÑO
SUEÑO DEL ALBA
Acuérdate de esas
noches
Amor que he tenido
Y perdido en el alba
Las sombras de
nuestras voces
Del llanto y del goce
Por él amadas
Por este mi caro
sueño
Yo me uní contigo
En la tierra y las aguas
Tú sabes que yo no
miento
Si digo que soñé esa
noche
Que un sueño me amara
Tus manos que me han
dejado
La marca del hombre
Que ayer me dejara
Mi llanto que ayer
muriera
Cuando entre tus
brazos
Se iba mi alma
Acuérdate que esa
noche
Yo cante este sueño
Que perdí en el alba
Únete a mí en el
sueño
Pues a tu vida toda
yo la soñara
Deja que muera el
sueño
Que yo haré entre mis
versos
La prisión del hombre
Que yo soñara
Si es que él lleva tu
nombre
Tú no puedes saberlo
pues eres sueño
Que ayer soñara
sábado, 27 de enero de 2018
NOCHEBUENA. Relato.
Por Paula Ruggeri. Todos los personajes y situaciones de éste relato pertenecen a la ficción.
NOCHEBUENA
NOCHEBUENA
—¡Lucía! —gritó el hombre,
con voz turbia por el alcohol—. ¿Dónde está?
Lucía sintió un sudor frío en todo
el cuerpo. Sentía eso cada vez que la voz de su padre se elevaba más de lo
normal. Aunque lo verdaderamente usual en su padre era emplear el grito. A
medida que el tono de la voz iba aumentando, a los sudores fríos se añadían
unas náuseas que avanzaban por la garganta hasta ahogarla.
La madre le tomó el brazo.
—No
vayas, Lucía.
Pero
su voz no era protectora. Era amenazante.
Lucía
se soltó.
“No
la mires, dijo Herodías”, había leído una vez. Su padre le pasaba libros. Leía mucho.
A veces algunos libros eran extraños. Su madre intentaba quitárselos... pero no
todos. Había leído Salomé.
—¡Dónde
está Lucía! —gritó
el hombre.
—Ya
voy —susurró
ella.
Tenía
quince años. Era una adolescente pálida y alta, bien formada. Sólo unos días
antes, en una plaza donde unos músicos homenajeaban al Che Guevara, un hombre
grande se le acercó y la llamó hermosa.
Eso era extraño. Los chicos de su
edad le decían La Muerta. Era demasiado pálida. Sólo los adultos se fijaban en
ella. A veces demasiado. La confundían.
Ya estaba frente a él. La cama
estaba bajo una ventana. Estaba abierta y se veía el jardín caótico, con una
gran planta de ruda macho. Era una hierba muy fuerte, que su padre solía mascar
a veces.
Tapaba el olor a alcohol. A Lucía le
desagradaba la ruda.
—Sentate
en la cama —dijo
el padre.
Era
alto. Sus pies sobresalían de la cama. En el piso se juntaban las colillas. A
veces caían sobre el colchón y se prendía fuego. Lucía recordaba cuando varios
años atrás el colchón se prendió fuego y su madre tuvo que apagarlo con mantas
mientras el humo se adueñaba de la casa.
Y él no se despertó. Siguió
durmiendo, empapado por los baldazos que le tiraron sus hijos mayores.
Eso fue hace mucho, cuando Lucía
tenía siete años. En esa época el rostro de su madre era dulce por momentos.
Ahora era una máscara dura, con ojos pequeños donde a veces el odio perforaba.
Dos piedras.
Los ojos de su padre eran grandes y
pardos. Él decía que los ojos pardos eran los más expresivos. Había querido ser
actor. Pero en lugar de eso había sido periodista. Eso produjo la gran
frustración y el fracaso de su vida: no pudo ser escritor.
De Lucía reclamaba su compasión y la
obtenía.
—Ser
alcohólico —le
decía— es
vivir en el infierno.
Le hablaba de su infancia, de su
madre que había enloquecido siendo niño. Le hablaba de esa madre que era igual —decía— que ella, que
Lucía.
—Sos
igual a mi madre —decía
tiernamente. Y le acariciaba la mejilla.
Le hablaba de la guerra. De la
Revolución.
—Vos
me entendés —le
decía—. No te
parecés a tu madre. Ella es fría.
Todavía lo de fría era suave. Lucía
le había escuchado cosas peores sobre su madre.
La recordaba llorando lágrimas
marrones.
Era
maquillaje que caía con las lágrimas, pero la pequeña Lucía creyó que eran
lágrimas de sangre.
Pero su madre ya no lloraba. Dos
ojos como dos pequeñas piedras.
“No
la mires, dijo Herodías.”
Ahora él hablaba de Truman Capote.
Otras veces hablaba de Sartre. O de Chandler.
Sintió un tirón en la manga del
vestido. Alzó la vista para encontrar las dos pequeñas piedras fijas en ella.
—Vení —dijo la madre. El tono era imperativo. Miró al padre.
Estaba dormido. Obediente, siguió a su madre. Sin decir palabra la mujer salió
arrastrándola de la mano.
Le apretaba la mano
con tanta fuerza que Lucía gritó.
—Callate
—dijo la madre—. Mirá.
Apartó las plantas del jardín y las
pequeñas piedras se fijaron en la hija, que se estremeció por el odio, el odio
de la madre, el odio de esa mano clavada en la muñeca, el odio de mostrarle lo
que le estaba mostrando.
En el jardín, entre las plantas,
había ocho o diez botellas de diferentes tamaños. Vino. Whisky.
Lucía clavó sus grandes ojos
castaños en las pequeñas piedras y vio el triunfo.
Miró a la ventana. Abajo el padre
dormía, su metro noventa de estatura sobresaliendo de la cama. Su madre loca,
la dictadura, la guerra, el escritor que no pudo ser.
¿Qué eran las ocho o diez botellas
comparadas con eso?
No estaba en el comedor. La madre
había logrado que esta vez se fuera a tirar a la habitación de los dos hijos
varones. Era una noche especial. Era Nochebuena.
La madre cocinó. Cocinó pollo. Lucía
preparó ensalada. Como en todas las últimas Navidades, esta Navidad no había
regalos. La madre cocinaba con los labios apretados.
De
cuando en cuando se oían gritos ahogados, provenientes de la habitación
cerrada.
—No
vas a ir —dijo
la madre
Llevaron la comida a la mesa. De las
otras casas llegaba el bullicio de las fiestas.
Familias festejando.
Tal vez no todas fueran felices, pero quien notaría eso en Nochebuena. Sólo las
familias más desgraciadas son infelices esa noche.
La madre servía pollo. Labios
apretados. Los hermanos comían en silencio. Se veían fuegos de artificio. Y
entre el bullicio de la calle y las campanas de la iglesia cercana llamando a
misa de gallo se oían los gritos del padre, gritos ahogados por la puerta
cerrada.
La familia comía silenciosa. Pero
Lucía estaba inquieta.
—Mamá —dijo.
—¿Qué?
—¿Papá
no va a comer?
—Si
quiere, que se levante —dijo ella con sorna.
—Es
Nochebuena —dijo
la adolescente—.
¿No le vas a llevar pollo?
Los ojos como piedras se clavaron en
ella.
—Lleváselo
vos.
Entonces
Lucía se levantó. Fue a la cocina y volvió con una bandeja.
Empezó
a servir presas de pollo y ensalada en un plato.
—¿Qué
hacés? —exclamó
la madre—. No
le lleves nada, Lucía, está borracho.
Lucía la miró. Sus ojos como dos
pequeñas piedras. No dijo nada. Sus labios como una fina línea apretada.
—Hacé
lo que quieras —dijo
la madre, despreciativa—. Yo no me muevo de acá.
Lucía
avanzó por el comedor iluminado. Abrió la puerta del dormitorio. En una mano
llevaba la bandeja. Con la otra cerró la puerta.
Ahora estaba a oscuras.
—Papá —susurró.
Por la ventana abierta entraban
algunos haces de luz tenue. Sus ojos se habituaron a lo oscuro. Primero vio la
colilla encendida del cigarrillo. Luego empezó a distinguir el contorno del
hombre acostado en la cama.
—Sentate
—dijo él con
voz ronca.
Tuvo
miedo. Un miedo repentino. La náusea ascendió por su garganta. Pero esta vez el
hombre no gritaba. Hablaba susurrando.
—Dejá
la bandeja —le
dijo.
—¿Vas
a comer? Te traje pollo. —La voz de Lucía era un hilo. Se arrepentía de estar ahí.
Pero
se sentó. El hombre extendió la mano. Alarmada, Lucía vio el brillo de sus
ojos. Ahora la mano estaba en su cuello.
—No —respiró ella. La
náusea se convirtió en un jadeo. Miedo.
Él
la soltó.
Ella
se recuperó.
—¿Vas
a comer? —dijo
tratando de parecer tranquila
Entonces
esa mano que se había extendido a su cuello rozó el hombro de la hija. Luego el
hombre sonrió y la mano bajo hasta sus pechos y los acarició.
Cruzó
el comedor corriendo. Ni la madre ni los hermanos trataron de detenerla. No
preguntaron. Ni trataron de averiguar. Ninguna voz protectora dijo.”No salgas”.
Aunque lo hubieran dicho, no lo hubieran impedido.
Corrió
por la calle.
Llegó
a la iglesia y se detuvo.
Estaba
rodeada de luz. La Misa de Gallo.
Mujeres
con vestidos largos, de lentejuelas brillantes, reían y abrazaban, besaban,
saludaban. Hombre sonrientes, jóvenes, viejos. Adolescentes inquietos que
reían. Entre ellos, un sacerdote de sotana blanca y violeta, principesca,
revoloteaba y repartía bendiciones y saludos.
Todos
parecían felices.
Ninguno
de ellos era Lucía. Lucía estaba enfrente, en la esquina oscura, mirando las
luces y el brillo y de sus grandes ojos castaños, de sus grandes ojos fijos,
partían lágrimas calientes, abandonadas. Las más cálidas de esa Nochebuena.
miércoles, 17 de enero de 2018
Esos libreros
Ahora las rejas llevaron al último sueño ese pequeño negocio que hubo cumplido décadas. Ahora los carteles (geométricamente cortados y prolijamente escritos) que rezan CIERRE DEFINITIVO, me dejan el amargo sabor que surge de la constatación de que todo pasa. Aunque últimamente, hay que decirlo, en Buenos Aires las persianas cerradas de los negocios empiezan a ser normales.
Los libreros, los llamábamos en el barrio, pero no vendían libros, sino papeles. Cantidades y cantidades de papeles y cartones de los colores del arco iris y varios más. Lápices de punta afilada y gomas de borrar. Cuadernos de todos los tamaños, como uno rosa en el que todavía tomo notas. Y estampas y estampitas.
Sí, eran muy católicos. Imprimían todo tipo de estampas,y recuerdos de bautismo y tenían oraciones en cartón pintadas sobre fondos de atardeceres por todos los rincones de la librería.
El señor era encuadernador de oficio. Sólo a él confiaba yo mis libros de historia para hacer fotocopiar, porque sabía que cuidaría delicadamente los lomos vetustos.
La señora era seria, con pequeños anteojos y pelo corto, caminaba discretamente por la librería resolviendo situaciones pequeñas que se solían presentar. La fotocopia de un documento roto. La selección que un niño hace de un color para sus carpetas. Un timbre insistente.
Ella era una señora encantadora.
Ahora no están o están escondidos, afilando lápices y pintando sus paredes de todos colores, los del arco iris y algunos más.
Los libreros, los llamábamos en el barrio, pero no vendían libros, sino papeles. Cantidades y cantidades de papeles y cartones de los colores del arco iris y varios más. Lápices de punta afilada y gomas de borrar. Cuadernos de todos los tamaños, como uno rosa en el que todavía tomo notas. Y estampas y estampitas.
Sí, eran muy católicos. Imprimían todo tipo de estampas,y recuerdos de bautismo y tenían oraciones en cartón pintadas sobre fondos de atardeceres por todos los rincones de la librería.
El señor era encuadernador de oficio. Sólo a él confiaba yo mis libros de historia para hacer fotocopiar, porque sabía que cuidaría delicadamente los lomos vetustos.
La señora era seria, con pequeños anteojos y pelo corto, caminaba discretamente por la librería resolviendo situaciones pequeñas que se solían presentar. La fotocopia de un documento roto. La selección que un niño hace de un color para sus carpetas. Un timbre insistente.
Ella era una señora encantadora.
Ahora no están o están escondidos, afilando lápices y pintando sus paredes de todos colores, los del arco iris y algunos más.
miércoles, 10 de enero de 2018
El Fénix
AVE FÉNIX
Muere entre llamas, pero quinientos
años más tarde, renace de sus mismas cenizas. Este milagro de la vida parece un
águila enorme, más esbelta, de plumaje dorado y rojo. Se alimentaba de aire y
rocío. Sus lagrimas curaban las heridas y aliviaban la congoja.
El Fénix tiene su origen en el Antiguo Egipto,
donde el ave llamada Bennu fue, cuenta la leyenda, la primera que se posó en la
colina primigenia que se había originado del cieno. Éste ave personificaba al
Sol. Los antiguos griegos la llamaron Phoinix o Fénix y la veneraban, creyendo
en su aparición cada quinientos años. El fénix se nutre de rocío, y su pureza
es ajena a los trabajos y las penurias de la tierra. Así lo explica una leyenda
judía, que la señala como el único ave que no fue tentado por Eva a comer el
fruto prohibido. Esa tentación no la resistieron los demás animales, por eso el
fénix, llamado Milchan en la tradición hebrea, recibió la bendición de no
morir, y una ciudad fortificada donde permanecer durante mil años sin ser
molestado, renovándose cada milenio transcurrido.
“Solo viene a Egipto
cada quinientos años, a saber cuando fallece su padre-nos cuenta Herodoto- Si
en su tamaño y conformación es tal como nos la describen, su mole y figura son
como las del águila y sus plumas en parte doradas, en parte rojas. Son tales
los prodigios que de ella se cuentan, que aunque no les dé fe, no omitiré su
narración. Para trasladar el cadáver de su padre desde Arabia hasta el Templo
del Sol, se vale de la siguiente maniobra: Forma ante todo un huevo sólido de
mirra, tan grande como puedan cargar sus fuerzas, probando su peso mientras lo forma para ver
si es con ellas compatible, va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde
pueda encerrar el cadáver de su progenitor, el que yacerá con una porción de
mirra adecuada al hueco, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver
iguale al que tenía, cierra la abertura después, carga con su huevo y lo lleva
al Templo del Sol en Egipto.”
El método con el cual el Fénix se
regenera, para ejemplificar la eternidad y el ciclo de la vida, sufrió
modificaciones según quien lo relatara, para Herodoto, lo hace mediante un
huevo, para Plinio, nace de un gusano, pero el poeta Claudiano escribió el
poema que le daría su definición para siempre: El fénix renace de sus propias
cenizas. La fuerza poética de esa imagen, el bello pájaro feneciendo y naciendo
nuevamente de sus cenizas, es tal vez la que lo convirtió en uno de los
símbolos más poderosos, incluso en el día de hoy, donde todavía es corriente
leer “renació como un fénix”.
Una versión de la muerte y la
resurrección del Fénix es la que lo lleva a morir en una alta montaña de
Arabia, donde construye un nido de sándalo y otras maderas aromáticas. Se echa
sobre él, abre sus magníficas alas y entonces la luz del sol lo consume junto
con su nido, mientras canta su más bella canción. Pero de entre los restos de
su nido nace un huevo, que el calor del sol empolla y así nace nuevamente el
Fénix, alimentado por los rayos solares. El pájaro de luz recoge las cenizas de
su padre y vuela hacia Egipto, donde las esparce sobre el templo de Osiris.
Sobre la duración de sus ciclos hubo quien
habló hasta de doce mil años. La creencia común entre los latinos era que
renacía cada quinientos años.
Durante el reinado del emperador romano
Claudio se difundió la captura de un fénix en Egipto, que fue trasladado a Roma
y que Claudio mandó exponer, pero nadie lo tomó demasiado en serio.
Heine lo recrea como mensajero de amor:
“Pasó un ave volando
hacia el ocaso
volando hacia el
Oriente, volando hacia los límites remotos...
...Al pie del mástil
del velero buque
inmóvil sobre el
puente
escuchaba feliz el
canto del peregrino fénix”
LA MUJER QUE BUSCABA
EL FÉNIX
Era una choza humilde, y en un lecho yacía un
hombre. El hombre era anciano y deliraba por la fiebre. Junto al lecho estaba
su hija. Se llamaba Amra y había comprendido que solo una cosa quedaba por
hacer.
-Resiste-murmuró al
oído de su padre.
Y se marchó.
Caminando
llegó muy lejos, tan lejos, pero no lo suficientemente lejos. Entonces contó su
historia a un labrador. El labrador se conmovió y le dio un caballo. Con el
caballo llegó lejos, muy lejos, pero no lo suficiente. Cabalgó hasta un río y a
orillas del río el caballo se cayó, echando espuma por la boca. Entonces la
mujer contó su historia al barquero. El barquero se conmovió y le prestó un
bote. Con el bote llegó muy lejos remontando el río. Buscaba la montaña.
-La montaña está tras
el bosque y tras el desierto- Le dijo un viajero. Ella le contó su historia y
el viajero la acompañó por el bosque oscuro, partiendo su pan con ella.
Llegó al desierto
donde el viajero se despidió. Era lejos, pero no lo suficientemente lejos.
Caminó por las arenas hasta que creyó morir. Entonces vio una polvareda
levantarse en el horizonte. Era una caravana de mercaderes que pronto llegó
hasta ella.
Los mercaderes
escucharon la historia de sus labios secos. Era hombres rudos, pero el jefe de
ellos se conmovió. Le cedieron un camello y una parte de su agua.
Así la mujer cruzó el
desierto.
Tras el desierto se levantaba la montaña.
Cuando Amra la vio, sus ojos estaban secos. Venía en búsqueda de lágrimas. Las
lágrimas del ave dorada, hija del sol, que podrían curar a su padre.
Al pie de la montaña, la mujer dijo su
oración, antigua como el mundo.
“Te he conocido, te
he visto de lejos. Ave que vuelas sobre el cielo y que traes luz en la tierra.
Hija del Sol.
“La noche te guarda y el día eres tú.
“Te elevas sobre el polvo, porque
conoces los más íntimos secretos de la tierra, manantial de vida. Renaces
porque eres el germen de toda vida. Dame tus lágrimas para mi padre.”
El anciano dormía y
gemía. Despertó y llamó a su hija. Pero ella no le contestó. Se creyó
abandonado.
“Dame tus lágrimas,
hijo del sol. Con ellas curaré mi padre”-susurraba la mujer al pie de la
montaña. Aguardó horas bajo el sol y horas bajo la luna hasta que vio una
claridad anaranjada. Las alas del ave Fénix que llegaba. Dejó caer la lluvia
dorada sobre ella, que la recogió en un cuenco de barro. Pronto se vio cubierto
el cuenco de las lágrimas que tanto habían costado.
El Fénix extendió su
cuello iridiscente, su pico de oro y fuego apresó los harapos de la mujer. Con
ella se elevó en el aire y como una exhalación cruzaron el desierto y el bosque
y vieron el río desde el cielo. Como un viento llegaron al pueblo.
En el lecho el
anciano ya no se quejaba. Dormía ese sueño que precede a la muerte. Una luz
naranja entró en la cabaña y dibujó luces en su rostro dormido y cansado. Una
sombra conocida se acercó y se inclinó sobre él. Entonces las lágrimas frescas
y doradas cayeron sobre su frente y sus labios secos, y la voz de su hija le
dio la bienvenida nuevamente a la vida. El hombre despertó y se sintió fuerte y
sano. Y llegó a ver al ave Fénix desplegar sus alas y volar hacia el Sol.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)